dijous, 30 de juliol del 2009

algunos juanes de Rulfo por Jorge Enrique Adoum

Algunos Juanes de Rulfo

¿Lo llamaban realmente así en Sayula y en San Gabriel no siendo aristócrata y

cuando era niño todavía?

¿Lo inscribieron con ese nombre cuando lo mandaron a la escuela de

Guadalajara?

Y al pasar lista ¿decían cada día "Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo

Vizcaíno", a lo que él respondía simplemente "Presente"?

("Me apilaron todos los nombres de mis antepasados paternos y maternos,

como si fuera el vástago de un racimo de plátanos, y aunque siento preferencia

por el verbo arracimar, me hubiera gustado un nombre más sencillo".)

O sea que El llano en llamas pudo estar firmado por Carlos Pérez y Pedro

Páramo por Nepomuceno Vizcaíno.

Pero lo cierto es que cuando en su baraja onomástica él escogió llamarse Juan

Rulfo (lo que era casi un seudónimo porque "lo de Rulfo lo tengo de María

Rulfo Navarro que se casó con mi abuelo materno")

él ignoraba -como ignora tantas cosas de sí mismo- que era el nombre que iba

a darse la literatura latinoamericana para despertar de su siesta tropical.

¿Y por qué no Juan Pérez, por ejemplo, como se llaman todos a veces

(todos quiere decir esas personas a quienes apenas les clarea el alba y ya son

hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho de la madre al azadón)

o Juan sin Tierra, no por rey ni por inglés, ni porque se hubiera rebelado contra

el padre o hecho asesinar a sobrino alguno, y ni siquiera por habernos dado

una suerte de Carta Magna de las libertades de lo imaginario, sino porque no

hay tierra en su suelo ("Nací en el estado de Jalisco. Es un estado muy pobre

[...] la tierra está destruida. A grado tal que en ciertas regiones ya no hay tierra

[...]. Y esa zona tiende a desaparecer")?

O también Juan sin Nadie ("A mi padre [...] lo mataron una vez cuando huía

[...], a mi tío lo asesinaron, y a otro y a otro [...] y al abuelo lo colgaron de los

dedos gordos y los perdió [...] todos morían a los treinta y seis años") como a

quien se le siguen muriendo todos en América Latina en esta larga guerra tonta

de gobiernistas y cristeros. ("Cuando murió mi mamá me metieron en un

orfanato que parecía correccional". Y era difícil crecer sabiendo que la cosa

donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta.)

O Juan Todos porque en el mapa oral de sus quince cuentos y de su novela

una, las voces se mezclan, se cruzan, se enredan, se confunden,

irreconocibles, colectivas,

es una población entera la que habla, cuando habla, para decirse cómo se

fueron hundiendo para adentro o cómo se les fue cayendo el alma y otras

historias igualmente agradables

que se cuentan en voz baja y acostados los que, como si fueran a hacer el

amor, van a estar mucho tiempo enterrados.

Juan Solo en medio de quienes lo admiran, lo quieren, lo rodean, lo protegen,

lo exhiben para placer de los demás, como quien comparte una alegría rara,

más bien única, con los que saben y con los que creemos que saben

(yo recuerdo una noche/ en un departamento de París -quien lo arrendaba ha

muerto-/ somos pocos los latinoamericanos/ quizás ocho, digamos once o diez/

hay algunas ¿demasiadas? parejas de franceses/ cada vez que entra una de

ellas él se levanta ["Presente"/ otra vez niño en el orfanato/ presentándose

"Juan Rulfo a sus órdenes"]

y las parejas tocándole apenas la punta de los dedos/ sin oírle el nombre/ sin

saber quién es Pedro Páramo y menos aún que ya es un mito/ sin saber quién

es Juan Rulfo y menos aún que era ya una leyenda/

porque no tiene facha de exiliado/ no es folklórico/ es atípico/ no es exótico/

por ejemplo no es cetrino/ y tiene los ojos azules y el fino cabello claro/

y sobre todo porque había whisky vino y bocadillos en la mesa/

y yo preguntándome ¿qué tal, si en la prisa que llevan como buenos franceses

invitados al abrevadero, él los hubiera detenido diciéndole a cada uno "Juan

Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno a sus órdenes"?

Pero eso es imposible en Juan Callado, ese que ha mascado ya todas las

palabras del idioma para dejar salir las que valen la pena y solo esas [porque

es "como el campesino de Jalisco... Su vocabulario es muy escueto. Casi no

habla, más bien"],

imposible en Juan Lacónico por hablado y a brazo partido por escrito ["Trataré

de defenderme del barroquismo por todos los medios a mi alcance"], Juan sin

Miedo al vacío).

Juan Ausente ("durante la construcción de una presa gigantesca [...]. Se

trataba de obtener de unas veinte comunidades indígenas que ya no cultivaran

la tierra con el sistema tradicional de quemar los montes [...]. Estuve dos años

allí. Y sabía de qué se trataba. Pero escribir un informe para mí es muy difícil.

No tengo visión de reportero. No puedo escribir sobre lo que veo, lo que

observo"),

por eso no se ve nada en su novela, es oral, se oye todo en ella: el galope del

caballo fantasma, las puertas que se cierran sobre el recién llegado, el caer de

la polilla, el bisbiseo brusco de un incesto que se lava la cara con la ternura

ajena, el gozo de la mujer deseosa suplantando a la deseada en su noche de

bodas porque la luna estaba brava, y el agua suena plas plas y otra vez plas,

en mitad de una hoja de laurel,

novela susurrada en medio del colérico vocerío latinoamericano, murmullo

subterráneo, cuento casi duro, amoroso casi, seco de lágrimas, contado al oído

en la lengua de los indios que suena como un arroyo intermitente golpeándose

contra los dientes

y en la que los adjetivos caen, como sobre una sábana de arena templada,

sobre la gente y la tierra cuarteadas por la miseria y la canícula

como la primera lluvia aliviadora en la parte de arriba del tiesto de Comala.

Juan Secreto con su pequeño misterio a voces ("Estas cosas que estoy

escribiendo ahorita ... son una serie de historias, cuentos también, y una novela

corta. Era una historia precisamente recogida en La cordillera que ya la tiré.

Pero algo se salvó de allí. Sí... Es un relato largo. Más bien una novelita, una

novela corta"),

confesándonos luego, Juan Travieso, que "eso de La cordillera son cosas que

les digo a los periodistas para que me dejen tranquilo".

(¿Habrá pensado alguna vez en la suerte que tuvo Rimbaud, cuando dejó de

ser el mocoso insolente de la poesía, porque no había periodistas, víctimas

inocentes de su oficio que les hace emplear a veces el mismo procedimiento de

las maestras de escuela y de los comisarios de policía,

y no había esos coloquios, encuentros, congresos de escritores en los que

nunca falta alguien que lo acosa, él también, con preguntas,

como si hubiera sido o fuera un becario de la sociedad o mandatario de sus

lectores que le piden cuentas acerca de lo que ha estado haciendo después de

lo que hizo?),

Juan Intacto no solo tras El llano en llamas sino incluso después de Pedro

Páramo ("Este librito no creo que tenga calidad. Son los lectores los que se la

han dado"),

Juan Integro en su silencio honrado ("Lo malo es que cuando un libro tiene

éxito de venta los editores obligan a su autor a que escriba sin que interese

mucho la calidad"),

Juan Discreto que habría podido darnos dos, tres, cuatro novelas -¿siempre la

misma, como se sabe?- antes de encontrar la única ("Yo tenía ya la idea... pero

me faltaba la clave". "Intentaba explicar..., no sugería las cosas..., explicaba por

qué razón. Y cuando noté que todos esos materiales sobraban, entonces

agarré unas tijeras y fui quitando todas las explicaciones y las cosas racionales

que había..."),

y "lo racional" sobrante eran más de trescientas páginas o sea que debió

romper, cortar, desgarrar, quemar con unas tijeras para llegar completo al fin

de su camino

como si Juan Severo hubiera decidido comenzar por el último libro y quedarse

allí, monumento a sí mismo, estatua de poesía,

Juan Lazarillo que nos conduce por la topografía del infierno -un infierno no

peor que éste, en fin de cuentas, porque en ese uno puede ser acogido por

Eduviges Dyada, o haber conocido a Doloritas, o haber quizás amado a

Susana de San Juan, o haber vengado a los pobres desmoronando el montón

de piedras que fue el final del cacique-,

o por el secreto cementerio donde las almas se encuentran, se conversan, ya

no temen recordar, siguen amando, y de cuya última página salimos con la

sensación de haber perdido algo como el paraíso, es decir el lugar natural para

vivir toda la muerte y a cuya primera página volvemos solo para imaginar que

moriremos de nuevo.

"Tuve alguna vez la teoría de que la literatura nacía en Escandinavia, en la

parte norte de Europa, y luego bajaba al centro, de donde se desplazaba a

otros sitios".

Y nosotros, ¿no tuvimos acaso la sensación, casi teoría, de que nuestra novela

nacía en Comala, en la parte norte de América Latina, y luego bajaba al centro,

de donde se desplazaba a otros sitios?

y la creaba Juan Tácito (recaudador de rentas, agente de inmigración,

empleado de publicidad, funcionario de un programa de riego para las zonas

áridas, guionista de películas comerciales, funcionario del Instituto Indigenista

porque "La cosa principal de mi vida es conseguir trabajo para sostener a mi

familia, ya que mi mujer y mis hijos tienen la costumbre de comer todos los

días",

ese que dice "Nunca tomé la literatura muy en serio como para dedicarle a ella

todo el tiempo", "Escribo cuando me viene la afición [...] como un vez me dio

por la fotografía",

sabiendo, Juan "Aficionado" -pero ¿lo sabe realmente?-, que sobre cualquier

cosa que escriba nos abalanzaremos como si nos hubiéramos quedado sin

literatura desde hace treinta años

esperando a que le venga la afición.

O estará, me digo, poniendo en práctica el consejo que hace mucho le dio a un

joven escritor para "superar su crisis de creación" (y éste creía, dice, que "era

un problema de adjetivos y gerundios"): dejar de escribir un mes o mes y medio

(pero ¿cómo se mide el tiempo en el universo de Rulfo?), comer bien, sin

exceso, acostarse y levantarse temprano,

y él ya sin necesidad de escribir porque, al revés de un personaje suyo, "lleva

andado más de lo caminado".

Ahora he vuelto una vez más a oír la lluvia que cae de sus renglones como

llueve en mi páramo distantemente ecuatoriano

y nuevamente le agradezco que haya nacido y siga existiendo como si su

existencia justificara la mía y su silencio mi pereza.

Pero hace mucho que no voy a un congreso ("Los congresos no sirven de

nada..., solo para volver a ver a los amigos"),

hace mucho que Juancito Caminador no ha venido a llamar a la puerta de París

con cigarrillos mexicanos o tequila para los sedentarios gustosos o

involuntarios

y hace diez años que no voy a México.

Quiero decir entonces que hay ganas, necesidad, urgencia* de volver a ver

pronto al Juan Grave, al Juan Torvo, al Juan Hosco de que hablan quienes lo

han mirado solo de lejos (o con el desencanto de Sara Facio y Alicia D'Amico

que en una semana jamás pudieron retratarle ni siquiera con teleobjetivo,

mientras otros se cambiaban de camisa

y de sonrisa antes de cada disparo de las fotógrafas frustradas),

ganas de verlo sonreír desde adentro y de abrazar desde arriba, desde la altura

de quien encuentra por azar al hermano pródigo o le busca para darle el

pésame por la muerte del padre,

aunque tras el humo y las palabras de la noche Juan Fugaz se nos vaya,

deslizándose, pegado a la paredes,

y dejándonos hasta la próxima vez la dolorosa impresión de que la amistad

tampoco basta

para arrancarle la costra de las dentelladas que le fue dando la vida.


Escrito por Jorge Enrique Adoum en 1985 y publicado en “Cementerio Personal”