Algunos Juanes de Rulfo
¿Lo llamaban realmente así en Sayula y en San Gabriel no siendo aristócrata y
cuando era niño todavía?
¿Lo inscribieron con ese nombre cuando lo mandaron a la escuela de
Guadalajara?
Y al pasar lista ¿decían cada día "Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo
Vizcaíno", a lo que él respondía simplemente "Presente"?
("Me apilaron todos los nombres de mis antepasados paternos y maternos,
como si fuera el vástago de un racimo de plátanos, y aunque siento preferencia
por el verbo arracimar, me hubiera gustado un nombre más sencillo".)
O sea que El llano en llamas pudo estar firmado por Carlos Pérez y Pedro
Páramo por Nepomuceno Vizcaíno.
Pero lo cierto es que cuando en su baraja onomástica él escogió llamarse Juan
Rulfo (lo que era casi un seudónimo porque "lo de Rulfo lo tengo de María
Rulfo Navarro que se casó con mi abuelo materno")
él ignoraba -como ignora tantas cosas de sí mismo- que era el nombre que iba
a darse la literatura latinoamericana para despertar de su siesta tropical.
¿Y por qué no Juan Pérez, por ejemplo, como se llaman todos a veces
(todos quiere decir esas personas a quienes apenas les clarea el alba y ya son
hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho de la madre al azadón)
o Juan sin Tierra, no por rey ni por inglés, ni porque se hubiera rebelado contra
el padre o hecho asesinar a sobrino alguno, y ni siquiera por habernos dado
una suerte de Carta Magna de las libertades de lo imaginario, sino porque no
hay tierra en su suelo ("Nací en el estado de Jalisco. Es un estado muy pobre
[...] la tierra está destruida. A grado tal que en ciertas regiones ya no hay tierra
[...]. Y esa zona tiende a desaparecer")?
O también Juan sin Nadie ("A mi padre [...] lo mataron una vez cuando huía
[...], a mi tío lo asesinaron, y a otro y a otro [...] y al abuelo lo colgaron de los
dedos gordos y los perdió [...] todos morían a los treinta y seis años") como a
quien se le siguen muriendo todos en América Latina en esta larga guerra tonta
de gobiernistas y cristeros. ("Cuando murió mi mamá me metieron en un
orfanato que parecía correccional". Y era difícil crecer sabiendo que la cosa
donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta.)
O Juan Todos porque en el mapa oral de sus quince cuentos y de su novela
una, las voces se mezclan, se cruzan, se enredan, se confunden,
irreconocibles, colectivas,
es una población entera la que habla, cuando habla, para decirse cómo se
fueron hundiendo para adentro o cómo se les fue cayendo el alma y otras
historias igualmente agradables
que se cuentan en voz baja y acostados los que, como si fueran a hacer el
amor, van a estar mucho tiempo enterrados.
Juan Solo en medio de quienes lo admiran, lo quieren, lo rodean, lo protegen,
lo exhiben para placer de los demás, como quien comparte una alegría rara,
más bien única, con los que saben y con los que creemos que saben
(yo recuerdo una noche/ en un departamento de París -quien lo arrendaba ha
muerto-/ somos pocos los latinoamericanos/ quizás ocho, digamos once o diez/
hay algunas ¿demasiadas? parejas de franceses/ cada vez que entra una de
ellas él se levanta ["Presente"/ otra vez niño en el orfanato/ presentándose
"Juan Rulfo a sus órdenes"]
y las parejas tocándole apenas la punta de los dedos/ sin oírle el nombre/ sin
saber quién es Pedro Páramo y menos aún que ya es un mito/ sin saber quién
es Juan Rulfo y menos aún que era ya una leyenda/
porque no tiene facha de exiliado/ no es folklórico/ es atípico/ no es exótico/
por ejemplo no es cetrino/ y tiene los ojos azules y el fino cabello claro/
y sobre todo porque había whisky vino y bocadillos en la mesa/
y yo preguntándome ¿qué tal, si en la prisa que llevan como buenos franceses
invitados al abrevadero, él los hubiera detenido diciéndole a cada uno "Juan
Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno a sus órdenes"?
Pero eso es imposible en Juan Callado, ese que ha mascado ya todas las
palabras del idioma para dejar salir las que valen la pena y solo esas [porque
es "como el campesino de Jalisco... Su vocabulario es muy escueto. Casi no
habla, más bien"],
imposible en Juan Lacónico por hablado y a brazo partido por escrito ["Trataré
de defenderme del barroquismo por todos los medios a mi alcance"], Juan sin
Miedo al vacío).
Juan Ausente ("durante la construcción de una presa gigantesca [...]. Se
trataba de obtener de unas veinte comunidades indígenas que ya no cultivaran
la tierra con el sistema tradicional de quemar los montes [...]. Estuve dos años
allí. Y sabía de qué se trataba. Pero escribir un informe para mí es muy difícil.
No tengo visión de reportero. No puedo escribir sobre lo que veo, lo que
observo"),
por eso no se ve nada en su novela, es oral, se oye todo en ella: el galope del
caballo fantasma, las puertas que se cierran sobre el recién llegado, el caer de
la polilla, el bisbiseo brusco de un incesto que se lava la cara con la ternura
ajena, el gozo de la mujer deseosa suplantando a la deseada en su noche de
bodas porque la luna estaba brava, y el agua suena plas plas y otra vez plas,
en mitad de una hoja de laurel,
novela susurrada en medio del colérico vocerío latinoamericano, murmullo
subterráneo, cuento casi duro, amoroso casi, seco de lágrimas, contado al oído
en la lengua de los indios que suena como un arroyo intermitente golpeándose
contra los dientes
y en la que los adjetivos caen, como sobre una sábana de arena templada,
sobre la gente y la tierra cuarteadas por la miseria y la canícula
como la primera lluvia aliviadora en la parte de arriba del tiesto de Comala.
Juan Secreto con su pequeño misterio a voces ("Estas cosas que estoy
escribiendo ahorita ... son una serie de historias, cuentos también, y una novela
corta. Era una historia precisamente recogida en La cordillera que ya la tiré.
Pero algo se salvó de allí. Sí... Es un relato largo. Más bien una novelita, una
novela corta"),
confesándonos luego, Juan Travieso, que "eso de La cordillera son cosas que
les digo a los periodistas para que me dejen tranquilo".
(¿Habrá pensado alguna vez en la suerte que tuvo Rimbaud, cuando dejó de
ser el mocoso insolente de la poesía, porque no había periodistas, víctimas
inocentes de su oficio que les hace emplear a veces el mismo procedimiento de
las maestras de escuela y de los comisarios de policía,
y no había esos coloquios, encuentros, congresos de escritores en los que
nunca falta alguien que lo acosa, él también, con preguntas,
como si hubiera sido o fuera un becario de la sociedad o mandatario de sus
lectores que le piden cuentas acerca de lo que ha estado haciendo después de
lo que hizo?),
Juan Intacto no solo tras El llano en llamas sino incluso después de Pedro
Páramo ("Este librito no creo que tenga calidad. Son los lectores los que se la
han dado"),
Juan Integro en su silencio honrado ("Lo malo es que cuando un libro tiene
éxito de venta los editores obligan a su autor a que escriba sin que interese
mucho la calidad"),
Juan Discreto que habría podido darnos dos, tres, cuatro novelas -¿siempre la
misma, como se sabe?- antes de encontrar la única ("Yo tenía ya la idea... pero
me faltaba la clave". "Intentaba explicar..., no sugería las cosas..., explicaba por
qué razón. Y cuando noté que todos esos materiales sobraban, entonces
agarré unas tijeras y fui quitando todas las explicaciones y las cosas racionales
que había..."),
y "lo racional" sobrante eran más de trescientas páginas o sea que debió
romper, cortar, desgarrar, quemar con unas tijeras para llegar completo al fin
de su camino
como si Juan Severo hubiera decidido comenzar por el último libro y quedarse
allí, monumento a sí mismo, estatua de poesía,
Juan Lazarillo que nos conduce por la topografía del infierno -un infierno no
peor que éste, en fin de cuentas, porque en ese uno puede ser acogido por
Eduviges Dyada, o haber conocido a Doloritas, o haber quizás amado a
Susana de San Juan, o haber vengado a los pobres desmoronando el montón
de piedras que fue el final del cacique-,
o por el secreto cementerio donde las almas se encuentran, se conversan, ya
no temen recordar, siguen amando, y de cuya última página salimos con la
sensación de haber perdido algo como el paraíso, es decir el lugar natural para
vivir toda la muerte y a cuya primera página volvemos solo para imaginar que
moriremos de nuevo.
"Tuve alguna vez la teoría de que la literatura nacía en Escandinavia, en la
parte norte de Europa, y luego bajaba al centro, de donde se desplazaba a
otros sitios".
Y nosotros, ¿no tuvimos acaso la sensación, casi teoría, de que nuestra novela
nacía en Comala, en la parte norte de América Latina, y luego bajaba al centro,
de donde se desplazaba a otros sitios?
y la creaba Juan Tácito (recaudador de rentas, agente de inmigración,
empleado de publicidad, funcionario de un programa de riego para las zonas
áridas, guionista de películas comerciales, funcionario del Instituto Indigenista
porque "La cosa principal de mi vida es conseguir trabajo para sostener a mi
familia, ya que mi mujer y mis hijos tienen la costumbre de comer todos los
días",
ese que dice "Nunca tomé la literatura muy en serio como para dedicarle a ella
todo el tiempo", "Escribo cuando me viene la afición [...] como un vez me dio
por la fotografía",
sabiendo, Juan "Aficionado" -pero ¿lo sabe realmente?-, que sobre cualquier
cosa que escriba nos abalanzaremos como si nos hubiéramos quedado sin
literatura desde hace treinta años
esperando a que le venga la afición.
O estará, me digo, poniendo en práctica el consejo que hace mucho le dio a un
joven escritor para "superar su crisis de creación" (y éste creía, dice, que "era
un problema de adjetivos y gerundios"): dejar de escribir un mes o mes y medio
(pero ¿cómo se mide el tiempo en el universo de Rulfo?), comer bien, sin
exceso, acostarse y levantarse temprano,
y él ya sin necesidad de escribir porque, al revés de un personaje suyo, "lleva
andado más de lo caminado".
Ahora he vuelto una vez más a oír la lluvia que cae de sus renglones como
llueve en mi páramo distantemente ecuatoriano
y nuevamente le agradezco que haya nacido y siga existiendo como si su
existencia justificara la mía y su silencio mi pereza.
Pero hace mucho que no voy a un congreso ("Los congresos no sirven de
nada..., solo para volver a ver a los amigos"),
hace mucho que Juancito Caminador no ha venido a llamar a la puerta de París
con cigarrillos mexicanos o tequila para los sedentarios gustosos o
involuntarios
y hace diez años que no voy a México.
Quiero decir entonces que hay ganas, necesidad, urgencia* de volver a ver
pronto al Juan Grave, al Juan Torvo, al Juan Hosco de que hablan quienes lo
han mirado solo de lejos (o con el desencanto de Sara Facio y Alicia D'Amico
que en una semana jamás pudieron retratarle ni siquiera con teleobjetivo,
mientras otros se cambiaban de camisa
y de sonrisa antes de cada disparo de las fotógrafas frustradas),
ganas de verlo sonreír desde adentro y de abrazar desde arriba, desde la altura
de quien encuentra por azar al hermano pródigo o le busca para darle el
pésame por la muerte del padre,
aunque tras el humo y las palabras de la noche Juan Fugaz se nos vaya,
deslizándose, pegado a la paredes,
y dejándonos hasta la próxima vez la dolorosa impresión de que la amistad
tampoco basta
para arrancarle la costra de las dentelladas que le fue dando la vida.
Escrito por Jorge Enrique Adoum en 1985 y publicado en “Cementerio Personal”
Feminist fatale
Fa 12 anys
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